Club de la gozadera

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Es hora de soltar la persona que fuimos antes de la pandemia

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Sobre el duelo de dejar ir una versión de nosotras mismas que ya no existe.

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Ale Higareda
feb 27, 2025
∙ De pago
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Es hora de soltar la persona que fuimos antes de la pandemia
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En esta entrega del Club de la Gozadera quise hacer algo muy especial para quienes están en la suscripción de pago. La carta leída viene acompañada de un diseño sonoro hermoso creado por Gustavo Márquez. Así que ponte unos audífonos, relájate en un lugar cómodo y escucha este viaje sonoro. ¡Lo encuentras en la parte de hasta abajo! 🌹

I.

Antes de que sucediera la hecatombe social y nos encerráramos en casa a jugar a los inertes, sentía que todo a mi alrededor pulsaba.

Mi trayectoria profesional como emprendedora se consolidaba con la expansión de un equipo de trabajo en forma, además de una nueva oficina compartida con mi mejor amiga donde todo parecía posible.

Estaban también las noches de vino y rumba con el Club de la Gozadera, bailando hasta altas horas de la madrugada; las comidas de los viernes que se transformaban en cenas. Los conciertos, exposiciones, eventos y viajes. Los festivales donde nos fundíamos en música y psicodelia hasta que la cara nos dolía de tanto reír.

No estaba quieta, no dejaba de moverme. En la bici, en aviones o marchando junto a miles de mujeres por Paseo de la Reforma, en la Ciudad de México. Con pancartas y pañuelo verde en mano gritando: “¡Amiga, hermana, si te pega no te ama!”.

A principios de 2020 cada segundo en mis 31 años de vida gritaba con euforia. El mundo se presentaba listo para desbordarse y yo estaba en primera fila preparada para recibir la oleada.

Y la oleada llegó, pero no de la forma que esperaba. En ese entonces no tenía la más mínima idea de que una pandemia global estaba por desatarse y poner el mundo en pausa.

Fue poco después de la marcha por el Día Internacional de la Mujer, el 8 de marzo, cuando decidimos cerrar la oficina y aislarnos en casa temporalmente por la llegada estrepitosa del Covid19.

Al principio no parecía tan grave, una pequeña vacación y la oportunidad de trabajar en pijama desde casa.

Mis cálculos ingenuos le daban un mes o dos al encierro, estaba segura de que para cuando llegara el verano todo regresaría a la normalidad. Sin embargo, conforme avanzaban las semanas, y luego los meses, el peso de la realidad empezó a hacerse presente.

Como sociedad comenzamos a hablar en un código de números y letras que meses antes, para el humano promedio, no significaban nada: Covid19, KN95, PCR…

También empezamos a vivir una realidad plagada de nuevas reglas.

Metro y medio de distancia

Lávate las manos

Desinfecta tus compras

Lávate las manos

Tómate la temperatura

Lávate las manos

Pasa tus zapatos por el tapete

Lávate las manos

Ponte mascarilla

Lávate las manos

Quédate en casa

Lávate las manos

De todas las normas impuestas, el “quédate en casa” caló hondo.

¿Cómo poner freno de mano a una vida que iba a toda velocidad?

Tal y como se sacude una esfera de nieve, la existencia boca arriba, con los escombros cayendo sobre el pavimento. Recuerdo caminar de un lado al otro del departamento. De la cama al comedor y después en sentido inverso. Sumergida en la neblina de lo monótono.

De pronto ni las fiestas, ni los viajes, ni los encuentros con extraños a medianoche. La ciudad monstruo estaba quieta, en modo hibernación. Y yo descubrí por primera vez cómo es que el silencio puede hacer tanto ruido.

II.

Para el sexto mes de la pandemia, todo comenzó a volverse confuso. Se desdibujaron las líneas entre las horas y las semanas, entre la oficina y la casa; entre la ropa y las pijamas. Se inauguró la temporada de quietud coreografiada y pixeles infinitos.

Me sentía como autómata viendo las pantallas día y noche. Juntas de trabajo, eventos y reuniones sociales migraron a la virtualidad haciéndome sentir en un futuro distópico. Aunque, hay que decirlo, también hubo quienes rápidamente descubrieron los beneficios de la vida a puerta cerrada.

Los optimistas aprendieron a perfeccionar sus dotes culinarios. Los introvertidos se construyeron un castillo de calma. También hubo quienes aprovecharon para hacer nuevas amistades con sus vecinos. Pero yo, honestamente, me sentía desmotivada, incapaz de encontrar inspiración en ningún lado.

Aún así, me dije a mí misma “échale ganas, morra, no es para tanto” y recurrí a la terapia ocupacional.

En un lapso de unos cuantos meses aprendí a leer el tarot y hacer yoga. Tomé clases de canto, un taller de cultivo de hongos; un taller de poesía; un taller de floristería y un taller de pensamiento accidental (sí, pensamiento accidental, eso existe).

Compré plantas, leí libros, cambié los muebles de lugar. Pero la inspiración no aparecía por ningún lado y el abismo emocional no hacía más que crecer.

¡Qué pinche aburrimiento!

III.

Cuando oficialmente se cumplió un año de la pandemia, la crisis existencial llegó, como una nueva temporada de la comedia involuntaria en la que se había convertido mi vida.

Lo sentí primero en el pecho, un palpitar acelerado. Luego en el cosquilleo que antecede el salto. Era un ataque de ansiedad hecho y derecho, de libro, cincelado.

Me senté en el piso de la cocina a llorar por todo y por nada. Sentía una tristeza tan profunda que me descolocaba.

Al mismo tiempo me invadía la culpa. ¿Cómo podía sentirme triste si no me faltaba nada? Si aún en una situación tan extrema, como una pandemia mundial, las cosas habían seguido su curso a mi favor.

Imaginaba el titular absurdo de mi berrinche. “Noticia de último minuto: mujer millennial cae en crisis existencial porque no puede salir a perrerar”.

Subí a la azotea buscando que el aire en mis pulmones circulara, implorando una bocanada de exterior.

¿Qué es esto que se parece tanto a la vida, pero me sofoca?

IV.

Llevábamos 12 meses en la pandemia cuando por fin comencé a entender que lo que me estaba pasando es que me encontraba atravesando un duelo. Que el vacío que sentía era todo lo que había quedado hueco después de que mis planes preCovid tomaran sus maletas y se fueran a comprar cigarros.

Tocaba llorar y llorarme, para luego tomar la escoba y recoger los pedacitos que quedaban de mí.

Comprendí que el encierro no había sido solo físico, sino emocional, y que era válido sentirme atrapada en una vida que no parecía la mía. Mis aspiraciones y prioridades habían cambiado y no tenía claro cómo ponerme en orden de nuevo.

Así que finalmente lo hice: comencé a ir a terapia.

V.

El espacio terapéutico es una lupa del alma, un desmenuzar lento de las emociones.

Ahí se dice en voz alta:

Estoy triste

No me encuentro

¿Qué es esto que se parece tanto a la vida, pero se siente muerto?

Cada semana, durante una hora, me obligaba a hacer una pausa para sentarme al borde de mis emociones y tomar nota de todo lo que le decía a la psicóloga.

A través de esas sesiones pude identificar y transitar el dolor y el cambio, pude entender que lo que me estaba pasando era una metamorfosis y, si así lo decidía, un encuentro amoroso hacia el otro lado de mí misma.

Poco a poco las decisiones que parecían complejas se tornaron certeras. Se instaló una calma orgánica en los días. Al fin, después de tanta arritmia, llegué a marcar el paso al ritmo correcto y dejar de añorar aquello que antes me validaba.

Entendí que la nueva normalidad implicaba formas distintas de hacer las cosas. Y más que verlo con miedo o enojo, comenzaron a emocionarme las infinitas posibilidades.

VI.

El cierre de esta metamorfosis tuvo un profundo carácter ritualístico. Me rapé. Me enamoré. Me mudé.

Si lo pensamos desde el tarot, es la carta de la rueda de la fortuna. Implica movimiento, del lugar donde una tenía acomodado el corazón, pero también las expectativas.

Ahora más bien siento la vida vibrando en circular, como la piedra que cae sobre el lago haciendo olas tenues.

Estoy surfeando la ola de nuevo.

Me reconozco transformada en esta nueva normalidad, buscando el bálsamo de lo esencial.

Sé que nada será como era antes. Aunque, realmente, ¿cuándo lo fue?


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